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Por Panamá:
Un mal enfoque del periodismo de investigación
Abdel Fuentes
Periodista
El periodista argentino Andrés Oppenheimer, orador que dio por clausurado el Segundo Congreso Latinoamericano de Periodismo que recientemente se llevó a cabo en San Juan, Puerto rico, al hablar sobre el periodismo de investigación, desvirtuó los conceptos que definen el ejercicio de esta actividad periodística.
Quizá por ser Oppenheimer conocedor del tema y quien se hizo merecedor del premio Pulitzer por descubrir lo que después se convirtió en el escándalo Irán-Contras, se acrecentó nuestra decepción al tener que tolerar algunos de sus desaciertos y aún más cuando el propio moderador, Jorge Gannares, que por cierto fue improvisado, ni siquiera era periodista.
A pesar que Oppenheimer reconoce que en América Latina existe una prensa más independiente, la cual está jugando un papel importantísimo, cuestionó algunos trabajos periodísticos que él mismo identifica como denuncias y citó como ejemplo el caso de Venezuela, donde han habido acusaciones que han sido publicadas en los periódicos - muchas de ellas mal fundadas - las cuales han motivado a la gente a identificar a los periodistas investigadores como denunciólogos profesionales.
El problema de Oppenheimer es que confunde el uso del género periodístico conocido como gran reportaje o reportaje en profundidad, con el periodismo de investigación. Ciertamente el periodismo de investigación implica hacer una labor de denuncia, pero eso no significa que sólo porque un periodista denuncie un supuesto acto de corrupción ya esté haciendo investigación periodística.
En esto sólo hay dos vías, o haces periodismo de investigación o no lo haces. La periodista española, Montserrat Quesada, en su obra "La investigación periodística", señala que cuando se lleva a cabo una denuncia mediante un trabajo de investigación, ésta se realiza, primero, con el fin de que la gente conozca la verdad, pero también se busca que la denuncia no caiga en saco roto , que las autoridades competentes intervengan y que se adopten las medidas necesarias para que esas irregularidades o errores no vuelvan a cometerse.
Agrega, que aunque un escrito periodístico esté repleto de fecha, cifras estadísticas, porcentajes económicos, etc., no quiere decir por eso que se trate de un texto propio del periodismo de investigación.
Uno de los principios rectores del periodismo de investigación es no publicar el trabajo hasta que el periodista esté seguro de contar con las evidencias y documentos que comprueben que las revelaciones y datos suministrados corroboran la veracidad de los hechos.
Otra debilidad en su discurso fue cuestionar al periodista investigativo porque sólo aborda temas políticos o denuncias de corrupción, cito sus palabras textualmente: "no veo por qué el periodismo investigativo tenga que ser siempre político". "Por qué no abordar tópicos sobre deporte, economía, cultura o cocina, insistió". Lo anterior demuestra la manera cómo se confunde el periodismo común, en la expresión de cualquier de sus géneros, con el de investigación.
Por supuesto que en las investigaciones periodísticas se incluyen temas relacionados con economía y hasta podría darse el caso de que en materia deportiva y cultural exista algún hecho que motive a un periodista investigativo realizar la investigación para esclarecer alguna irregularidad que haya podido suceder.
Sin embargo, me parece absurdo sugerir que un tema de cocina sea objeto de una investigación periodística, para eso están los reportajes, las revistas y las amas de casa. El periodismo de investigación es un periodismo de denuncia y no tiene nada o casi nada que ver con la elaboración y presentación de cualquiera de los géneros periodísticos.
El periodista Gerardo Reyes, en su obra "Periodismo de investigación", hace la diferencia entre el reportero diario con el reportero investigador. "Mientras que el reportero diario debe olfatear un ángulo novedoso de la noticia; poner en contexto los hechos; contar con un buen directorio de fuentes; permanecer bien informado y actuar con prontitud, el reportero investigador trabaja en asuntos controvertidos, que no necesariamente tienen actualidad noticiosa, y que casi siempre alguien no quiere que se ventilen".
De hecho Oppenheimer confiesa, al final de su disertación, que nunca le gustó el término periodismo investigativo y se despide de su auditorio dándole la bienvenida a lo que él ha denominado la era post-lewinsky o de Matt Drudge. Drudge fue el hombre que sin confirmar los hechos y saboteando cualquier asunto que con ética periodística tenga que ver, dio a conocer a través de internet la noticia de la relación entre el presidente Clinton y Mónica Lewinsky.
Según Oppenheimer, Drudge ha deteriorado la imagen del periodismo de investigación en los Estados Unidos, lo que una vez más demuestra su confusión entre el periodismo sensacionalista con el verdadero periodismo de investigación.
La investidura que la experiencia profesional le conceda a un individuo no debe ser interpretada como licencia para profanar los criterios científicos que identifican el verdadero significado de una especialidad dentro de una disciplina, como en este caso lo es la investigación periodística en el periodismo.
Quien no esté de acuerdo con esos criterios, tampoco tiene derecho a desvirtuar sus fundamentos y objetivos. Es mejor ser sincero, reconocer que no se es una autoridad en el tema e impedir que organizaciones como el Centro Latinoamericano de Periodismo (CELAP) al organizar congresos como el realizado en Puerto Rico, decepcione a los delegados internacionales.
Quizá por ser Oppenheimer conocedor del tema y quien se hizo merecedor del premio Pulitzer por descubrir lo que después se convirtió en el escándalo Irán-Contras, se acrecentó nuestra decepción al tener que tolerar algunos de sus desaciertos y aún más cuando el propio moderador, Jorge Gannares, que por cierto fue improvisado, ni siquiera era periodista.
A pesar que Oppenheimer reconoce que en América Latina existe una prensa más independiente, la cual está jugando un papel importantísimo, cuestionó algunos trabajos periodísticos que él mismo identifica como denuncias y citó como ejemplo el caso de Venezuela, donde han habido acusaciones que han sido publicadas en los periódicos - muchas de ellas mal fundadas - las cuales han motivado a la gente a identificar a los periodistas investigadores como denunciólogos profesionales.
El problema de Oppenheimer es que confunde el uso del género periodístico conocido como gran reportaje o reportaje en profundidad, con el periodismo de investigación. Ciertamente el periodismo de investigación implica hacer una labor de denuncia, pero eso no significa que sólo porque un periodista denuncie un supuesto acto de corrupción ya esté haciendo investigación periodística.
En esto sólo hay dos vías, o haces periodismo de investigación o no lo haces. La periodista española, Montserrat Quesada, en su obra "La investigación periodística", señala que cuando se lleva a cabo una denuncia mediante un trabajo de investigación, ésta se realiza, primero, con el fin de que la gente conozca la verdad, pero también se busca que la denuncia no caiga en saco roto , que las autoridades competentes intervengan y que se adopten las medidas necesarias para que esas irregularidades o errores no vuelvan a cometerse.
Agrega, que aunque un escrito periodístico esté repleto de fecha, cifras estadísticas, porcentajes económicos, etc., no quiere decir por eso que se trate de un texto propio del periodismo de investigación.
Uno de los principios rectores del periodismo de investigación es no publicar el trabajo hasta que el periodista esté seguro de contar con las evidencias y documentos que comprueben que las revelaciones y datos suministrados corroboran la veracidad de los hechos.
Otra debilidad en su discurso fue cuestionar al periodista investigativo porque sólo aborda temas políticos o denuncias de corrupción, cito sus palabras textualmente: "no veo por qué el periodismo investigativo tenga que ser siempre político". "Por qué no abordar tópicos sobre deporte, economía, cultura o cocina, insistió". Lo anterior demuestra la manera cómo se confunde el periodismo común, en la expresión de cualquier de sus géneros, con el de investigación.
Por supuesto que en las investigaciones periodísticas se incluyen temas relacionados con economía y hasta podría darse el caso de que en materia deportiva y cultural exista algún hecho que motive a un periodista investigativo realizar la investigación para esclarecer alguna irregularidad que haya podido suceder.
Sin embargo, me parece absurdo sugerir que un tema de cocina sea objeto de una investigación periodística, para eso están los reportajes, las revistas y las amas de casa. El periodismo de investigación es un periodismo de denuncia y no tiene nada o casi nada que ver con la elaboración y presentación de cualquiera de los géneros periodísticos.
El periodista Gerardo Reyes, en su obra "Periodismo de investigación", hace la diferencia entre el reportero diario con el reportero investigador. "Mientras que el reportero diario debe olfatear un ángulo novedoso de la noticia; poner en contexto los hechos; contar con un buen directorio de fuentes; permanecer bien informado y actuar con prontitud, el reportero investigador trabaja en asuntos controvertidos, que no necesariamente tienen actualidad noticiosa, y que casi siempre alguien no quiere que se ventilen".
De hecho Oppenheimer confiesa, al final de su disertación, que nunca le gustó el término periodismo investigativo y se despide de su auditorio dándole la bienvenida a lo que él ha denominado la era post-lewinsky o de Matt Drudge. Drudge fue el hombre que sin confirmar los hechos y saboteando cualquier asunto que con ética periodística tenga que ver, dio a conocer a través de internet la noticia de la relación entre el presidente Clinton y Mónica Lewinsky.
Según Oppenheimer, Drudge ha deteriorado la imagen del periodismo de investigación en los Estados Unidos, lo que una vez más demuestra su confusión entre el periodismo sensacionalista con el verdadero periodismo de investigación.
La investidura que la experiencia profesional le conceda a un individuo no debe ser interpretada como licencia para profanar los criterios científicos que identifican el verdadero significado de una especialidad dentro de una disciplina, como en este caso lo es la investigación periodística en el periodismo.
Quien no esté de acuerdo con esos criterios, tampoco tiene derecho a desvirtuar sus fundamentos y objetivos. Es mejor ser sincero, reconocer que no se es una autoridad en el tema e impedir que organizaciones como el Centro Latinoamericano de Periodismo (CELAP) al organizar congresos como el realizado en Puerto Rico, decepcione a los delegados internacionales.
Un aporte al periodismo de investigación
Jacqueline Fowks * Reportera IDL
Gorriti concibió esta idea de un equipo de periodismo de investigación hace varios años, pero las agencias cooperantes apostaron por el proyecto apenas el año pasado: The Open Society Institute (OSI) decidió apoyarlo.
“Su misión, en consecuencia, es reportar, investigar, descubrir y publicar los casos y los temas que afectan los derechos, los bienes o el destino de las personas”, escribió el director en la primera columna de opinión del lanzamiento el 14 de febrero.
En el Perú, como en la mayoría de países latinoamericanos, los diarios publican cada vez menos reportajes y sus unidades de investigación se reducen o desaparecen. Luego de que el gobierno de Alberto Fujimori comprara entre 1998-2000 la línea editorial de la mayoría de medios de comunicación, la esperanza hubiera sido que, después del año 2000, el periodismo se fortaleciera en su capacidad de develar la corrupción estatal o corporativa, pero esto no ha ocurrido. Ha habido muy contadas excepciones en América Televisión, la revista Poder y los diarios El Comercio y La República.
“IDL-Reporteros es parte de ese esfuerzo global por rescatar y fortalecer el periodismo de investigación. Somos una pequeña sala de redacción, pertenecemos organizativamente al Instituto de Defensa Legal (IDL), la veterana y prestigiosa institución defensora de los derechos humanos, pero tenemos, como debe ser, total autonomía editorial”, agregó Gorriti en la primera entrega.
Estamos físicamente en el local de una organización no gubernamental, pero al cruzar nuestra puerta entramos a una sala de redacción, como cualquier otra en un medio…
La primera investigación que ofrecimos denunció la compra sobrevalorada de unos vehículos para la Policía Nacional. Desde el 2006, es decir, en lo que va del gobierno del presidente Alan García, el Ministerio del Interior tiene serias dificultades para concretar diversas compras, y de vehículos en particular. Quizá tales antecedentes motivaron la gran atención de los medios y funcionarios públicos hacia este reportaje que inauguró el sitio web.
Al día siguiente de la revelación, el lunes 15 de febrero, el periodista Oscar Miranda –autor del reportaje- concedió cuatro entrevistas a canales de televisión. Los principales diarios también hicieron eco de la denuncia de inmediato. Un par de días después, la Comisión de Fiscalización del Congreso citó al ministro del Interior para responder sobre este caso.
Las primeras reacciones oficiales calificaron el reportaje de ‘denuncia apresurada’, pero con el paso de los días y la acumulación de pruebas, los representantes del sector investigado tuvieron que reconocer que si los porta-tropas que iban a adquirir no fueron fabricados realmente en el año que el proveedor declaró, se anularía la compra. Además, el Ministerio Público inició una investigación de oficio sobre el caso.
El primer reportaje aún no ha sido cerrado y, en paralelo, los cuatro reporteros continuamos con otras investigaciones; algunas se convertirán en textos cortos y otras en entregas más extensas -y de mayor peso- estarán listas en un mediano plazo si obtenemos todos los elementos que las sustenten. Un aspecto bastante duro del proceso de elaboración de los reportajes es la evaluación de la solidez de las pruebas obtenidas, ya sea que se vayan a difundir o no. Si no hay consistencia, no hay reportaje que valga.
La red
El proyecto ha nacido con sabor de Internet y las redes sociales. El director de IDL-Reporteros no tiene tiempo para ser usuario en Twitter pero le consta que es útil y necesario estar presente allí.
Un par de integrantes del equipo abrimos un blog en el 2006 y nos convertimos en usuarias de Twitter en 2008: parte de esa experiencia intentamos aprovecharla para difundir las actualizaciones de la web IDL-Reporteros y para, esperemos, forjar una ‘comunidad’. Es importante que nuestros seguidores sigan con atención las investigaciones del equipo pero que también denuncien, proporcionen pistas para nuevos casos, y recomienden el sitio a otras personas. En poco tiempo hemos llegado a un número considerable de seguidores y ‘fans’ en ambas redes sociales. Además, nos animaron mucho los buenos deseos de otros sitios latinoamericanos de periodismo de investigación como Ciper y Fopea de Chile y Argentina. Y, por supuesto, agradecemos a Sala de Prensa que nos da la oportunidad de presentar aquí esta experiencia.
La presencia de IDL-Reporteros en la red, creemos, puede permitirnos llegar a un público joven menos proclive a interesarse en temas ‘duros’ vinculados con corrupción y política. Puede ser un público más desengañado pero que a la vez constituiría una reserva moral. Si no nos acercamos y conquistamos a los ciudadanos jóvenes, en pocos años el interés por la esfera pública se seguirá extinguiendo y no habrá, casi, exigencias de rendición de cuentas al Estado. Ese escenario sería nefasto en una democracia débil como la peruana, llena de baches autoritarios, populistas y de corrupción tanto en el gobierno central como en otras entidades estatales.
Desde que la economía nacional entró en otro ciclo en la década de los años 90, con las privatizaciones y las facilidades para la inversión extranjera, las corporaciones -nacionales y extranjeras- y sus vínculos con el Estado son un ‘hueco negro’ poco abordado por los medios capitalinos. Es intención de IDL-Reporteros asomarse, también, allí.
Otros recursos
La presencia en la red se debe, además, a una economía de recursos. Por otro lado, hemos llegado a acuerdos formales e informales con por lo menos tres medios de comunicación de referencia que nos facilitan fotos a cambio de consignar el crédito y ser recíprocos con ellos para audios, fotos y videos. La infografía ha sido desde el inicio un elemento importante y quizá continúe siempre como parte de nuestro trabajo, dado que los temas que abordamos eventualmente pueden contener muchos detalles o especificaciones muy técnicas para un lector promedio. Y claro, el periodismo siempre tiene que hacer comprensible lo especializado o lo farragoso.
Un soporte que IDL-Reporteros contempla a futuro, para algunas investigaciones, es el impreso, usando la gráfica de la historieta o las entregas en serie como por ejemplo para los ‘Petroaudios’, una investigación que inició Gustavo Gorriti el año pasado sobre interceptaciones electrónicas (o chuponeo telefónico, como se dice coloquialmente en el Perú), dando seguimiento a un caso que estalló en América Televisión y generó una crisis política en el gobierno aprista debido al tráfico de influencias entre personajes afines al Gobierno y empresarios extranjeros.
Este proyecto apareció para el público la madrugada del 14 de febrero, pero tuvo cuatro meses de gestación, primero con un equipo de tres personas: hoy somos cinco periodistas. Como dijo Gorriti en la declaración de principios del lanzamiento: “empeñaremos nuestro esfuerzo y capacidad enteros en cumplir nuestra misión”.
El oficio de periodista
Juan Luis Cebrián * Periodista Español
Durante estas tres décadas la prensa en general, y la norteamericana en particular, ha experimentado una considerable transformación. Desde los cambios tecnológicos a los experimentados en la estructura de propiedad de los diarios, todo o casi todo parece distinto hoy. La competencia con los nuevos medios electrónicos ha llevado a los periódicos a aligerar el peso de sus reflexiones al tiempo que aumentaba el número de sus páginas y potenciaban la inclusión del color en sus fotografías, primero en los anuncios, más tarde en la información. Algunas publicaciones míticas, como el Times de Londres, cambiaron su austera apariencia de calidad por el ropaje alegre del sensacionalismo, mientras que la prensa vespertina agonizaba en muchos países, víctima de las horas dedicadas por sus eventuales lectores a ver televisión. Más tarde aparecieron los soportes digitales, con la consiguiente fragmentación de la audiencia, e Internet, con su vocación de universalidad individualizada. Todo ello condujo a una acelerada y creciente concentración de las empresas periodísticas, que sobrepasó enseguida la propiedad de los medios de comunicación para entreverarse con la de los sistemas de ocio y entretenimiento. El tamaño comenzó a ser una condición de la supervivencia, y la tradición de propiedad familiar en el sector se trocó en la inclusión de los más importantes diarios del mundo en la lista de compañías cotizadas. El Washington Post acababa de salir al mercado de capitales precisamente por las mismas fechas en las que su accionista de referencia, Katherine Graham, que había heredado el diario de su marido, tuvo que enfrentarse a numerosas presiones tendentes a parar los pies a los reporteros del diario encargados de la investigación sobre prácticas delictivas en la Casa Blanca. Los abogados y gerentes del Post no cesaron de avisar sobre los peligros que encerraba un enfrentamiento abierto con el poder, que acabaría por redundar en perjuicio de los accionistas, dañando el mercado publicitario y arriesgando la renovación de las licencias de televisión que la empresa tenía. La señora Graham, que se había enfrentado poco más de un año antes a decisiones similares con motivo de los famosos Papeles del Pentágono, no dudó, sin embargo, en apoyar las tesis del director Ben Bradlee y su equipo de redactores a favor de continuar con la investigación y publicación de los hechos. El argumento que sustentaba su decisión era bien sencillo: un diario es una empresa mercantil, y como tal se debe a sus clientes, pero es también un órgano de opinión pública, por lo que su obligación es servir, antes que nada, a los ciudadanos. Esta es la filosofía que entonces triunfó, de la que nos hemos enorgullecido miles de periodistas de todo el mundo durante estos treinta años y sobre cuya vigencia cabe preguntarse hoy, ante las modas en boga, las nuevas realidades y las diferentes amenazas que sobre la libertad de expresión se ejercen -no pocas de ellas en nombre de la guerra sin cuartel contra el terrorismo-.
Bill Kovach y Tom Rosenstiel son dos periodistas y expertos en comunicación que se han dedicado durante el último lustro a plantearse estas cuestiones. Han conversado con cientos de colegas, lectores, empresarios, anunciantes y ciudadanos del común, recogiendo opiniones, impulsando debates y tratando de averiguar, en medio de la polémica, cuáles serían los elementos del periodismo, la materia prima fundamental que, como el fuego, el agua y la tierra para los antiguos, nuclea los fundamentos de la existencia de nuestra profesión. Su experiencia, recogida en un libro publicado hace unos meses, pone de relieve que el periodismo de hoy, incluidas las transformaciones que Internet propicia, sigue teniendo unos principios básicos que le identifican como profesión. Apartarse de ellos es desertar de la propia condición de periodistas. Estas normas están recogidas en un decálogo de nueve puntos que no me resisto a reproducir aquí: '1. La primera obligación del periodismo es la verdad. 2. Su primera lealtad es hacia los ciudadanos. 3. Su esencia es la disciplina de la verificación. 4. Sus profesionales deben ser independientes de los hechos y personas sobre las que informan. 5. Debe servir como un vigilante independiente del poder. 6. Debe otorgar tribuna a las críticas públicas y al compromiso. 7. Ha de esforzarse en hacer de lo importante algo interesante y oportuno. 8. Debe seguir las noticias de forma a la vez exhaustiva y proporcionada. 9. Sus profesionales deben tener derecho a ejercer lo que les dicta su conciencia'. Sería difícil decir más en menos frases sobre los derechos y deberes del periodismo profesional en nuestros días. Claro que estos nueve mandamientos se encierran fácilmente en dos, pues desde las tablas de Moisés no hay decálogo con el que no pueda hacerse algo así: el periodismo debe ser veraz e independiente.
En tan sencilla, aunque resonante, sentencia se resume toda la esencia de nuestro oficio. Ser veraz significa que efectivamente los periodistas han de contar los hechos tal como sucedieron, no deben manipular los datos, ni resaltarlos a su conveniencia; tienen que ser rigurosos en la verificación, exhaustivos en las pruebas, puntillosos en los matices. Y tienen, sobre todo, que saber reconocer sus errores y sus equivocaciones, y estar dispuestos a purgar por ellas. Ser independiente equivale a que tengan conciencia del papel social que su tarea implica, a no administrar la verdad que conocen según las conveniencias o presiones del poder, a no inmiscuir sus opiniones o intereses personales con los de los lectores, a no cambiar su condición primaria de testigos por la de jueces, a ser críticos, discutidores, polémicos y brillantes sin que la pasión por las palabras les aleje de la primera pasión por la verdad, sino sirviéndose de aquéllas para iluminar con mejor y mayor luz a esta última.
El aniversario del Watergate es una fiesta para todo demócrata, y una buena oportunidad para reflexionar sobre los puntos aquí aludidos. Tanto o más que los partidos políticos y la representación parlamentaria, la libertad de expresión es condición básica para el establecimiento de democracias prósperas y sólidas. Estas son obviedades demasiadas veces olvidadas por el poder, que tiende hacia la autosatisfacción y el onanismo, parapetándose en los votos recibidos antes que honrando el libre albedrío de quienes se los otorgaron. Yo estuve con Nixon años después del escándalo, con ocasión de la publicación de un libro suyo en España. Me pareció un hombre amargado, rencoroso y cerril, incapaz de entender que la gloria del éxito de su política exterior pudiera haberse mancillado por las sucias triquiñuelas que empleó para vencer y desacreditar a sus adversarios políticos. Con Ben Bradlee y unos amigos cené la semana pasada en París. A sus 80 años estaba radiante de juventud y felicidad y jugueteaba como un niño a decirnos / no decirnos la verdadera identidad del garganta profunda, la fuente primordial de las revelaciones del caso. Algún otro de los presentes comentó el destino personal de los dos héroes de la historia, los periodistas Bernstein y Woodward. El primero ha devenido en pope de la profesión, dicta conferencias y escribe libros, algunos tan apasionantes como Su Santidad, la biografía del papa Wojtyla, texto en el que me sumergí a sugerente instancia de Gabriel García Márquez y que recomiendo a todo el que se interese por las miserias del poder temporal de la Iglesia. Woodward sigue oficiando de reportero, al parecer con el mismo entusiasmo y decisión con que se empleaba cuando joven, lo que le convierte en uno de los más temidos y apreciados periodistas de la ciudad.
Durante mucho tiempo he pensado que, siendo muy importante la contribución del caso Watergate a la historia de la prensa y de la libertad en general, su mitificación había generado no pocas desgracias. Entre las mayores de ellas puede situarse la obsesión de algunos colegas míos por derribar y encumbrar presidentes a su antojo, misión del periodismo que no he encontrado reseñada en el código moral arriba escrito. La decidida vocación de gran parte de la prensa española por intervenir activamente en las reyertas y conspiraciones del poder, poniendo en juego con gran descaro intereses de la empresa o de los periodistas que toman las decisiones, es lo que permite que se mantenga su carácter provinciano y atípico, marginal, en el panorama general de los medios de opinión pública europeos. Otra lacra no menor es la perversión injustificada que ha terminado por producirse del periodismo de investigación y de la que las cadenas televisivas nos ofrecen a diario lamentables ejemplos. El periodismo de investigación no puede convertir a los periodistas ni en espías ni en delatores. Tampoco en ladrones. La invasión indiscriminada y abusiva de la vida privada que muchas veces se comete jurando en falso el nombre de la libre expresión, el recurso a la utilización de métodos que en una democracia sana deben estar reservados a la caución y decisión judicial, como son las grabaciones clandestinas, la provocación a cometer irregularidades y corrupciones para así demostrar su existencia, la utilización del engaño y la mentira como métodos de trabajo, son cosas que permiten suponer que algunos periodistas de esos que se llaman agresivos están convencidos de que el fin justifica los medios. Ésa es la raíz y la esencia del pensamiento totalitario, por lo que, si queremos que el periodismo del futuro siga cumpliendo el rol social que le compete, debemos huir como de la peste de semejantes aberraciones profesionales. La historia del Watergate, la de sus protagonistas, debe servirnos también para eso: para apreciar la humildad difícil con la que es preciso ejerzamos nuestra tarea, aprender a separarnos de los fastos del palacio y apearnos de los balcones y tribunas desde los que nos saluda el poder. Al fin y al cabo, el éxito del Washington Post, su contribución a un cambio de rumbo en la historia política de la humanidad, se debe sobre todo a la perspicacia y la persistencia profesional de un reportero dedicado a la información local con buenos contactos con la comisaría de turno. Seguir teniéndolos es la obligación primera de todo el que se desempeñe en el oficio de periodista. Todo lo demás, la gran filosofía de estos temas, el mundo de las importancias y las reverencias, la vanidad del triunfo y la pretenciosidad del pensamiento, es algo que viene luego, a remolque de una lacónica y escueta nota policial.
Los hechos de la vida
Tomás Eloy Martínez * Periodista y Escritor Argentino
Desde entonces, el periodismo narrativo ha tropezado y ha caído más de una vez, en los Estados Unidos y en otras latitudes, acaso por haber olvidado que narración e investigación forman un solo haz, una alianza de acero indestructible. No hay narración, por admirable que sea, que se sostenga sin las vértebras de una investigación cuidadosa y certera, así como tampoco hay investigación válida, por más asombrosa que parezca, si se pierde en los laberintos de un lenguaje insuficiente o si no sabe cómo retener a quienes leen, la oyen o la ven. Solos, una y otra son sustancias de hielo. Para que haya combustión, necesitan ir aferrados de la mano.
Los problemas que afectan la calidad del periodismo, sea o no narrativo, son más o menos los mismos tanto en este continente como al otro lado del Atlántico. Desentrañar por qué han sucedido y pueden seguir desencadenándose es el tema de mi reflexión de esta tarde. Mal podré exponer de dónde venimos si no reconozco primero el camino hacia donde vamos.
Véase lo que sucedió con la historia de Watergate, en la que dos periodistas jóvenes, en pocos meses, alcanzaron notoriedad universal al desatar algunos nudos de corrupción y abuso de poder. Todo empezó por algo en apariencia insignificante: un robo en las oficinas del partido político de oposición. Y terminó con un hecho notable: la renuncia forzada del presidente de los Estados Unidos. El punto de partida era ínfimo; el resultado, en cambio, fue espectacular.
Una lectura superficial de ese fenómeno hizo que muchos llegaran a conclusiones también superficiales. Si un incidente pequeño podía, por obra y gracia de los medios, transfigurarse en una historia mayor, entonces –pensaron algunos– había que salir en busca del escándalo. El periodismo narrativo parecía perfecto para alcanzar ese fin. Los dramas bien contados podían conmover e hipnotizar a millones. En cuanto a la investigación, se llegó a pensar que era legítimo tejer trampas aquí y allá, corregir sutilmente la dirección de ciertos hechos, agrandar otros, inventar testigos, multiplicar las gargantas profundas. Así fue convirtiéndose en mercancía lo que es, esencialmente, un servicio a la comunidad. Se confundió a los lectores, espectadores y oyentes con una muchedumbre de alfabetos a medias, cuya inteligencia equivalía a la de un niño. En ese juego, el periodismo perdió mucha de su credibilidad y casi toda su respetabilidad.
Me di cuenta por primera vez de que algo grave estaba sucediendo cuando, en el Festival de cine de Cartagena de Indias de 1997, un periodista novato, empuñando un micrófono como si fuera la pistola Beretta de James Bond, se acercó a Gabriel García Márquez y le preguntó si era verdad que iban a filmar en Hollywood su último libro. ¿Cuál libro?, preguntó García Márquez, con genuina curiosidad. Pues cuál va a ser, el último, dijo el jovencito. ¿Y cuál es el último?, insistió el autor que meses antes había publicado Noticia de un secuestro, a sabiendas de que se venía lo peor. Pues cuál va a ser: ése que llaman Cien años de soledad, explicó el muchacho, con un aplomo que nunca vi en Norman Mailer ni en Tom Wolfe. No he sabido más del interrogador, que fue enviado aquella noche de regreso a la escuela, pero todos los días veo a muchos que se le parecen en las pantallas de televisión de mi país, Argentina, o en las radios que cazo al vuelo cuando doy vueltas por América Latina.
Suele evocarse con melancolía y con la admiración que se siente por lo que no se tiene aquel periodismo revolucionario de los tiempos en que empezó todo, hacia fines de los años cincuenta. Creo decididamente que ese periodismo no era tan bueno como el que se podría hacer ahora, porque hay más talentos que entonces y, los que hay, están intelectualmente mejor preparados. Lo que sucede es que hemos caído, todos a la vez, en las trampas de la fiesta neoliberal, y no sólo van quedando pocos lugares donde publicar lo que se quiere escribir, sino que a la vez (y lo uno va con lo otro) cada vez hay menos empresarios dispuestos a arriesgar la paz de sus bolsillos y la de sus relaciones creando medios donde la calidad de la narración vaya de la mano con la riqueza y la sinceridad de la información.
Informar bien cuesta mucho dinero, porque requiere invertir un tiempo para el que a veces no basta una sola persona, e informar con honestidad roza con frecuencia intereses ante los que se preferiría estar ciego.
A diferencia de lo que sucedía hace un siglo, el periodismo es un árbol con más ramas de las que se ven. Hace ocho décadas nació, incipiente, el periodismo de las radios, hace medio siglo el de la televisión y hace poco más de una década el periodismo de internet. Casi durante el mismo tiempo se ha pronosticado la decadencia y caída del periodismo gráfico, que ha ido asumiendo formas inesperadas, como para desmentir los vaticinios fúnebres de las encuestas. En la reunión que celebró la Asociación Mundial de Periódicos en Seúl, a fines de mayo pasado – donde la preocupación central fue la proliferación de los webblogs como ejercicios descontrolados de periodismo–, se examinó una predicción sobre la muerte de los medios masivos publicada por The Wilsonian Quaterly, una revista de la Universidad de Princeton. Allí se sostenía que, dado el acelerado avance de la revolución tecnológica, el periodismo tradicional sucumbiría en el año 2040. Con sorna, el presidente de la compañía de The New York Times, Arthur Sulzberger, respondió: Ya que tratamos de ser precisos, ¿por qué no somos todo lo precisos que el periodismo nos permite? ¿Por qué decir que moriremos en 2040? Digamos, más bien, que moriremos el 16 de abril de 2040, y que eso sucederá a las seis de la tarde. ¿No les parece?
Lo que está enfermando a la profesión periodística es una peste de narcisismo. Lamento coincidir en ese punto con el australiano Rupert Murdoch, que tanto daño ha causado comprando medios sólo para degradarlos y venderlos después, pero el narcisismo –del cual el propio Murdoch es un buen ejemplo– se advierte ahora casi a cada paso. Una inmensa parte de las noticias que se exhiben por televisión están concebidas sólo como entretenimiento o, en el mejor de los casos, como diálogos donde las preguntas no están sustentadas por información. Y entre las radios y los periódicos se ha creado un atroz círculo vicioso, que empieza –o termina, puesto que se trata de un círculo– con entrevistas que las radios hacen a personajes destacados por los periódicos, para que éstos publiquen, a su vez, las reacciones de esos personajes, y así hasta el infinito.
La fiebre exhibicionista ha creado escándalos como el de Janet Cooke, la periodista que ganó un Pulitzer en 1981 por una serie publicada en el mismo Washington Post del caso Watergate por contar la historia de un niño de ocho años que se inyectaba heroína con el consentimiento de la madre. La historia era falsa y Janet Cooke tuvo que devolver el premio, pero ya había cometido el grave daño de contarla muy bien, con lo que sembró la semilla de una plaga que dio muchos frutos desde entonces. En 1998 el semanario The New Republic despidió a Stephen Glass, su editor principal, porque lo descubrió inventando datos, citas o personas en 27 de sus 40 últimos artículos. El más famoso y letal de todos fue el fruto que nos dio a comer Jayson Blair, reportero estrella de The New York Times, quien entre los años 2002 y 2003 investigó por todos los Estados Unidos una docena de noticias apasionantes sin moverse de su escritorio, plagiando el trabajo de otros o rellenando los huecos informativos con delirios de su propia invención. Al afán de la gloria fácil Blair unió el pecado de la pereza, que es el pecado capital de todo buen periodista, y con el solo arte de su indolencia descabezó de un soplo a la plana mayor de editores de su periódico.
El periodismo narrativo les parece a muchos el atajo más fácil y productivo hacia la fama, y quién sabe cuántos Jayson Blairs de este mundo caen en la tentación de hacerlo como fuera, mal o peor, para progresar rápido en la profesión, pero también hay que advertir que esos orgullos individuales prosperan porque suelen estar alimentados por la codicia de editores que los estimulan para aumentar las cifras de venta o los rátings de audiencia o los favores del mercado.
A veces los editores no caen por codicia sino –aunque suene extraño– por ingenuidad. Les llega una pequeña historia en apariencia bien contada, pero llena de tics que son imitación de cronistas con un lenguaje propio, y la publican para cumplir con la cuota obligatoria de narración, sin verificar si esa historia refleja una tragedia mayor o se reduce, simplemente, a una anécdota que aspira a ser pintoresca. Eso también aleja a los lectores, porque en el fondo, es entretenimiento trivial, medalla para saciar el narcisismo de alguien que ha soltado en ese relato sus gotitas de talento imaginario, sin averiguar en qué contexto social suceden las cosas, o si lo que está narrando sucede a la vez en muchas otras partes. Las cinco o seis W del periodismo convencional no tienen ya que ir en el primer párrafo, pero tienen que aparecer en alguna parte, porque son la columna vertebral de todo buen texto: dónde, cuándo, cómo, para qué, por qué, quién.
Por supuesto, hay periodismos brillantes a los que nadie les ha encontrado mancha alguna. Para mí, un modelo a imitar es el de Seymour Hersh, escritor del semanario The New Yorker que fue el primero en desenmascarar las atrocidades del ejército norteamericano en Vietnam al contar la matanza de los aldeanos de My Lai y el primer también en sacar a la luz los abusos de la cárcel de Abu Ghraib. Seymour Hersh ha salido airoso de todos los intentos por desprestigiarlo, y ha demostrado, una vez y otra, que el mejor periodismo narrativo se fundamenta en la investigación. Esa señal de eficacia superlativa sólo es posible cuando los textos se trabajan con tiempo y con recursos. Con esa filosofía están creciendo en influencia periódicos como The New York Times, Los Angeles Times, El País de Madrid, The Washington Post y el Guardian de Londres, que publican por lo menos siete a doce grandes piezas de relato todos los días, y entre ellas no cuento las de las páginas de Deportes, donde casi todo está narrado.
Los diarios de América Latina son, en su mayoría, reticentes a ese cambio mayúsculo. Conozco a empresarios que se afanan en competir con la televisión e Internet, lo que me parece suicida, publicando píldoras de información ya digeridas u ordenando infografías para explicar cualquier cosa, como si tuvieran terror de que los lectores lean. Ese esquema ni siquiera tiene éxito en los diarios gratuitos, que son el gran éxito comercial de la última década. Metro Internacional, como se sabe, lanza 56 ediciones en 16 lenguas, y se distribuye en 17 países y 78 ciudades, con una distribución total diaria de 15 millones de ejemplares, pero ha fracasado en Buenos Aires porque todo lo que decía ya estaba desde un día antes en la televisión. El experimento funciona bien donde más narración hay, como sucede en los Metro de Londres y de Frankfurt.
La necesidad de cortejar a los poderes de turno para asegurar el pan publicitario ha convertido a muchos periódicos que nos hicieron abrigar esperanzas de cambio en meros reproductores de lo que dicen los edictos de los gobiernos u ordenan las empresas de propaganda. Crear una agenda propia es otra de las obligaciones fundamentales del periodismo como acto de servicio a la comunidad, pero hasta The New York Times se olvidó de esa lección elemental cuando empezaron los abusos de la cruzada contra el terrorismo, y las historias de muertos en Irak o de torturas en Abu Ghraib y en Guantánamo fueron lavadas por muchas aguas antes de saltar desde sueltos menudos en la décima página a crónicas bien informadas en la primera.
Quisiera concentrarme ahora en el periodismo escrito, porque es allí donde nació un oficio que, a pesar de tantos embates, todavía está impregnado de pasión y de nobleza. Un periodista que confía en la inteligencia de su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. Alguna vez dije que a la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. El periodismo no es un circo para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para gobernantes ineptos o vacilantes, sino un instrumento de información, una herramienta para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Hacia comienzos de los años 90, cuando mi país, la Argentina, navegaba en un océano de corrupción, la prensa escrita alcanzó un altísimo nivel de confianza al denunciar con lujo de pruebas y detalles las redes sigilosas con que se tejían los engaños. Eso convirtió a los periodistas en observadores tan eficaces de la realidad que se confiaba en ellos mucho más –y con mucha mayor razón– que en los dictámenes de los jueces. Pero la carnada del éxito atrajo a cardúmenes voraces, y casi no hubo periodista novato que no se transformara de la noche a la mañana en un fiscal vocacional a la busca de corruptos. Los focos de corrupción aparecieron por todos lados, por supuesto, pero la marea de denuncias fue tan caudalosa que los episodios pequeños acabaron por hacer olvidar a los grandes y el sol quedó literalmente tapado por la sombra de un dedo. Disimulados entre los ladrones de diez dólares, los grandes corruptos se escaparon con facilidad por los agujeros que había abierto el ejército de improvisados fiscales.
En América Latina nació, como dije más de una vez, la crónica, que es la semilla del periodismo narrativo, pero salvo la tenacidad de unas pocas revistas valientes, esa herencia amenaza con quedar postrada en la negligencia y el olvido. La historia de la crónica comienza con Daniel Defoe y su Diario del año de la peste, pero el origen de la crónica contemporánea está en los textos que José Martí enviaba desde Nueva York a La Opinión Nacional de Caracas y a La Nación de Buenos Aires en la década de 1880. Está, casi al mismo tiempo, en los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da Cunha compiló en Os Sertoês, en los cronistas del modernismo, como Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, y en los escritores testigos de la Revolución Mexicana. A esa tradición se incorporarían más tarde los reportajes políticos que César Vallejo escribió para la revista Germinal, las reseñas sobre cine y libros de Jorge Luis Borges en el suplemento multicolor del vespertino Crítica, en los aguafuertes de Roberto Arlt, –que elevaron la tirada del diario El Mundo a medio millón de ejemplares cuando la población total de la Argentina era de diez millones– , los medallones literarios de Alfonso Reyes en La Pluma, los cables delirantes que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuter, las minuciosas columnas sobre música de Alejo Carpentier y las crónicas sociales del mexicano Salvador Novo.
Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América Latina fueron alguna vez periodistas. Aunque los Estados Unidos han reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del nuevo periodismo, de las factions o de las “novelas de la vida real”, como suelen denominarse allí los escritos de Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion, es en América Latina donde nació el género y donde alcanzó su genuina grandeza. Y es en América Latina, sin embargo, donde se insiste en expulsarlo de los periódicos y confinarlo sólo a los libros.
Tal vez hay una confusión sobre lo que significa narrar, porque es obvio no todas las noticias se prestan a ser narradas. Narrar la votación de una ley en el Senado a partir de los calcetines de un senador puede resultar inútil, además de patético. Pero contar algunas de las tribulaciones del presidente pakistaní Pervez Musharraf para entenderse con sus hijos talibanes mientras oye las razones del embajador norteamericano, o describir los disgustos del presidente George W. Bush errando un hoyo de golf en Camp Davis mientras cae una bomba equivocada en un hospital de Jalalabad es algo que se puede hacer con el lenguaje escrito mejor que con el despojamiento de las imágenes.
Por último, no quisiera dejar de lado un principio que los profesionales de estas latitudes suelen olvidar con frecuencia: el valor y la importancia que tiene la defensa del nombre propio. Por lo general, un periodista no dispone de otro patrimonio que su nombre, y si lo malversa, lo malvende o lo pone al servicio de cualquier poder circunstancial, no sólo se cava su fosa sino que también arroja un puñado de lodo sobre el oficio.
Volví a leer no hace mucho, en un periódico de Buenos Aires, una historia de juventud que había olvidado y que, sin embargo, fue la brújula inesperada que rigió, desde entonces, mucho de lo que he hecho en la vida. En marzo de 1961 yo era el responsable principal de las críticas cinematográficas en el diario La Nación y muy pronto, por el rigor que trataba de poner en mi trabajo, me gané el resentimiento de un sinfín de intereses creados. Llevaba ya dos años en esa tarea cuando el diario decidió que, dada la presunta combatividad de mis textos, yo debía firmarlos para demostrar que era responsable de ellos. Primero lo hice con mis iniciales, luego con mi nombre completo. Un año después, los distribuidores de películas norteamericanas decidieron retirar al unísono sus cuotas de publicidad de La Nación , exigiendo, para devolverlas, que el diario pusiera mi pellejo en la calle. La Nación no hacía esas cosas, por lo que al cabo de resistir valientemente la sequía durante una semana, el administrador del periódico me convocó a su despacho. Usted sabe que es un empleado, me dijo. Por supuesto, le respondí. ¿Cómo se me ocurriría pensar otra cosa? Y, como empleado, tiene que hacer lo que el diario le mande. Por supuesto, convine, Por eso recibo un salario quincenal. Entonces, a partir de ahora, uno de los secretarios de redacción le indicará lo que tiene que escribir sobre cada una de las películas. Con todo gusto, repliqué. Espero que retiren entonces mi firma. Ah, eso no, dijo el administrador. Si retiramos las firmas, parecería que el diario lo está censurando. Hubiera tenido cien respuestas para esa frase, pero la que preferí fue una, muchísimo más simple. Entonces, no puedo hacer lo que usted me pide. Mi trabajo está en venta, mi firma no.
Al día siguiente me enviaron a la sección Movimiento Marítimo, en la que debía anotar los barcos que entraban y salían del puerto. Tres días más tarde me di cuenta de que no servía para contable y renuncié. Durante un año entero estuve en las listas negras de los propietarios de periódicos y tuve que sobrevivir dando clases en la universidad. En esa época había los trabajos alternativos que ahora están borrados del mapa.
Volví a La Nación como columnista permanente en 1996. Tres años después, a instancias de la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano di una charla de mediodía a todos los redactores de ese diario en el que había comenzado mi vida profesional. Habría dejado caer en el olvido todo lo que dije si, al día siguiente, el jefe de la redacción, a quien le comenté el incidente de 1961 cuando ambos éramos corresponsales en París, no me hubiera alcanzado un resumen de doce puntos con el que quisiera terminar este monólogo. Ya imaginan ustedes cuál era el primer punto:
1) El único patrimonio del periodista es su buen nombre. Cada vez que se firma un texto insuficiente o infiel a la propia conciencia, se pierde parte de ese patrimonio, o todo.
2) Hay que defender ante los editores el tiempo que cada quien necesita para escribir un buen texto.
3) Hay que defender el espacio que necesita un buen texto contra la dictadura de los diagramadores y contra las fotografías que cumplen sólo una función decorativa.
4) Una foto que sirva sólo como ilustración y no añada nada al texto no pertenece al periodismo. A veces, sin embargo, una foto puede ser más elocuente que miles de palabras.
5) Hay que trabajar en equipo. Una redacción es un laboratorio en el que todos deben compartir sus hallazgos y sus fracasos, y en el que todos deben sentir que, lo que le sucede a uno les sucede a todos.
6) No hay que escribir una sola palabra de la que no se este seguro, ni dar una sola información de la que no se tenga plena certeza.
7) Hay que trabajar con los archivos siempre a mano, verificando cada dato, y estableciendo con claridad el sentido de cada palabra que se escribe. No siempre, sin embargo, los diccionarios son confiables. Dos de los mejores que conozco, el de María Moliner y el de la Real Academia, sólo corrigieron en 1990 la vieja definición de la palabra día. Hasta entonces, seguían dándola como si aún viviéramos bajo el imperio de la Inquisición. Día, se podía leer, es el espacio de tiempo que tarda el sol en dar una vuelta completa alrededor de la tierra.
8) Evitar el riesgo de servir como vehículo de los intereses de grupos públicos o privados. Un periodista que publica todos los boletines de prensa que le dan, sin verificarlos, debería cambiar de profesión y dedicarse a ser mensajero.
9) La clase política, la clase empresaria y, en general, los sectores con poder dentro de la sociedad, tratan de impregnar los medios con noticias propias, a veces añadiendo énfasis a la realidad. El periodista no debe dejarse atrapar por las agendas de los demás. Debe colaborar para que el medio cree su propia agenda.
10) Hay que usar siempre un lenguaje claro, conciso y transparente. Por lo general, lo que se dice en diez palabras siempre se puede decir en nueve, o en siete.
11) Encontrar el eje y la cabeza de una noticia no es tarea fácil. Tampoco lo es narrar una noticia. Nunca hay que ponerse a narrar si no se está seguro de que se puede hacer con claridad, eficacia, y pensando en el interés de lector más que en el lucimiento propio
12) Recordar siempre que el periodismo es, ante todo, un acto de servicio. El periodismo es ponerse en el lugar del otro, comprender lo otro. Y, a veces, ser otro.
Hacia una historia del nuevo periodismo
Maricarmen Fernández Chapou * Periodista Directora de la Carrera de Comunicación Social de la ITESM en Mexico.
“Los medios de comunicación tienen el poder de educar al público más allá de lo que lo hacen ahora, y el Nuevo Periodismo, en sus múltiples formas, utiliza este poder como nunca lo hiciera el periodismo tradicional y, esperanzadamente, lo hace para el bien de la humanidad”.
Michael L. Jonson, 1970
Michael L. Jonson, 1970
Hace casi cuatro décadas que los ideales contraculturales y revolucionarios de los años sesenta quedaron atrás. Pero en aquellos míticos años del rock y el amor libre, de los grandes movimientos sociales y culturales, quienes militaban bajo esa consigna representaban a toda una generación, una postura política, social y cultural que revolucionó en gran medida el siglo XX.
Los Estados Unidos de los años sesenta fue uno de los escenarios principales de la profunda tensión entre fuerzas opuestas que ocasionó el surgimiento de importantes movimientos y nuevas tendencias. Lo contrario se puso de moda: contra el Estado, contra la política exterior, contra el capitalismo a ultranza, contra la represión, contra la censura, contra la cultura oficial y elitista. Lo convencional y lo progresista eran dos antítesis que se oponían desde casi todos los frentes. La batalla entre lo nuevo y lo conservador se vio reflejada tanto en lo social y político como en los vehículos de expresión cultural como la música, el arte, la literatura. Y el periodismo no fue la excepción.
La contracultura se erigió como un escenario para nuevos actores y nuevos argumentos que demandaban un cambio en los medios de información. De modo que los jóvenes, los estudiantes, los intelectuales y los periodistas protagonizaron esfuerzos innovadores dirigidos a romper con tabúes y normas estancadas, así como hacer efectiva una postura ideológica que defendiera los ideales de una juventud que se revelaba ante la opresión, la desigualdad y las injusticias del sistema establecido.
Los literatos, lejos de reflejar todo aquello, se replegaron en el academicismo y en la vuelta al clasicismo que poco decía a los jóvenes de la época. Esto dejó el campo abierto para un género hasta entonces considerado menor en el campo de las letras: el periodismo. Y fue desde esta tribuna que numerosos escritores dieron voz a toda una generación y su trabajo se convirtió en el espejo de la contracultura.
Nació así el nuevo periodismo. Desde que Truman Capote escribiera su legendaria A sangre fría, que rompía las fronteras entre la ficción y la realidad, entre el reportaje y la novela, un grupo de jóvenes periodistas estadunidenses comenzaron a aplicar en sus trabajos recursos narrativos asimilados tradicionalmente a la literatura de ficción. Con esto, otorgaban a los textos periodísticos una calidad estilística y narrativa que estaban perdiendo, ante el predominio del “modelo objetivo” del periodismo estadunidense.
Era una novedosa forma de acercarse al rico material que el contexto de la contracultura les ofrecía. Pero, además, esta nueva tendencia, denominada nuevo periodismo en las antípodas del periodismo convencional, recuperaba los viejos preceptos del buen periodismo de siempre: investigación, denuncia, compromiso ético, pluralidad de voces y de contenidos.
El periodismo de investigación y denuncia, heredero de los trabajos que los periodistas críticos muckrakers realizaron a principios del siglo XX; la prensa underground, que atendía las necesidades de los marginados del sistema que la prensa convencional ignoraba, al igual que la novela de no-ficción, que llevaba la realidad al campo de la ficción, fueron las semillas de este nuevo movimiento que se gestaba desde el periodismo y para el periodismo. Una corriente que se fundía con la literatura pero que iba mucho más allá, hacia una actitud renovadora, creativa y comprometida que, al menos por aquellos días, revolucionó la profesión de los “literatos menores”: los periodistas.
Numerosos reportajes, con sus revelaciones y denuncias, hicieron temblar al poder. Los periodistas se convirtieron en actores sociales que participaban de los mismos hechos que narraban, involucrándose en las profundidades de los mundos y los personajes que daban vida a sus textos. Era un periodismo arriesgado y comprometido que, gracias a su valor literario, generó numerosas obras que trascendieron como libros que hoy en día aún tienen actualidad. Muchas veces, la historia de cómo fueron concebidas son tan excitantes como las propias narraciones, y la forma en que muchas de ellas cambiaron el curso de los acontecimientos, tan sorprendentes como éstos mismos.
Y es que el periodismo, según sus rebeldes hacedores, no era sólo un oficio al servicio de otros, generalmente los dueños de los medios o las instituciones oficiales, sino una profesión al servicio de la sociedad que, sin tapujos, llegaba hasta donde tuviera que llegar en honor a la verdad. Escribir bien, tan extenso como fuera necesario, tan vívido como el hecho lo ameritara, tan profundo y tan honesto, comprometido con las causas de sus lectores y ameno, era la regla de oro de los nuevos periodistas.
Pasados los años y bien entrados los setenta, las agitadas aguas de la contracultura se calmaron, y los mejores días del nuevo periodismo quedaron atrás. No obstante, éste sembró las semillas de nuevos esfuerzos, propuestas y tendencias que trascendieron dicho contexto, permaneciendo como prototipo de un mejor periodismo.
Pero comencemos por el principio. A sangre fría, publicada de forma seriada en The New Yorker en 1965, fue iniciadora del género de no-ficción, pues el autor, haciendo uso de su mirada periodística, a la vez que de sus dotes literarias, llevaría a cabo la reconstrucción minuciosa de un caso real, aparecido entre las notas diarias de la sección policíaca del periódico, utilizando recursos de la ficción, para darlos a conocer como si se tratase de la trama de una novela.
Subtitulado como "Relato verdadero de un asesinato múltiple y de sus consecuencias", el reportaje, de tema más que nada periodístico, se centra en el asesinato sin móvil aparente de la familia Clutter, unos granjeros de Kansas, cometido en 1959 por Eugene Hickock y Perry Smith. El caso fue cuidadosamente cronicado por Capote, luego de una profunda investigación de campo, un análisis detallado de los registros oficiales y largas entrevistas con los involucrados.
Para tal fin, el autor se trasladó a vivir una larga temporada a Kansas y no sólo visitó el lugar y recogió el material ambiental necesario, sino que además siguió la vida en prisión de los asesinos hasta que fueron ejecutados, al cabo de cinco años. La obra fue, ante todo, ejemplo de un periodismo de investigación profundo. Y logró, como sostiene el estadunidense Michael L. Johnson, "conferir verdad profunda y misterio a un hecho real que sin él hubiera llegado al público fragmentado y parcializado". Una verdad que, como diría Weber, si bien permanece fiel a los hechos documentados, "es la verdad de la literatura, aquella conciencia de ser transportado a un mundo dotado de significado y coherencia interna".
De hecho, Capote aseguró que no escogió este tema porque le interesara mucho. "Fue —decía— porque quería escribir lo que yo denominaba una novela real, un libro que se leyera exactamente igual que una novela, sólo que cada palabra de él fuera rigurosamente cierta".
Aún más, el autor ha asegurado que con A sangre fría "quería realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía". Pero más allá de las expectativas, lo cierto es que logró transformar literariamente un suceso al grado de convertirlo en una historia que, a pesar del paso de los años y la distancia con los hechos, sigue siendo considerada más que nada una obra literaria.
Pero para los novelistas resultó preocupante que a partir de A sangre fría los integrantes del mundo literario empezaran a hablar de la no-ficción como una forma literaria seria. El propio Capote, previéndolo, no calificó su obra de periodística, sino que afirmó que había inventado un nuevo género literario. A pesar de eso, su éxito dio al nuevo periodismo un gran impulso, pues como diría uno de sus principales representantes, Tom Wolfe, "si un estilo literario nuevo podía nacer del periodismo, resultaba entonces razonable que el periodismo pudiese aspirar a algo más que una simple emulación de esos envejecidos gigantes, los novelistas".
Los periodistas comenzaron a aplicar en su trabajo las técnicas y procedimientos de la ficción. El nuevo periodismo creció como una epidemia: fue adoptado por la mayoría de los periódicos underground que proliferaron en aquella época, por grandes escritores, por algunos periodistas y medios tradicionales que poco a poco se fueron abriendo a estas nuevas posibilidades. Hacia 1969, como apunta Wolfe, prácticamente no existía nadie en el mundo literario que se permitiese desechar llanamente al nuevo periodismo como un género literario inferior.
En realidad, la tendencia novoperiodística se creaba no tanto a través de la novela, ni del cuento, ni de la poesía, como a través del propio periodismo. Nacía como una especie de anti-estilo que se oponía cada vez con mayor fuerza al status quo informativo del momento.
Con ese espíritu contestatario, el anti-estilo pretendía derrocar las fórmulas gastadas del periodismo convencional anterior e imponer una nueva forma de hacer periodismo, más creativa, pero también más profunda, comprometida e independiente. Probablemente, el hecho de dotar al periodismo de personalidad, más que el utilizar técnicas y artificios literarios en un estilo novelístico, fue lo que impulsó el desarrollo de un periodismo nuevo.
Ante todo, el nuevo periodismo buscaba traspasar los límites convencionales del diarismo. Por primera vez, se pretendía mostrar en la prensa algo que hasta entonces sólo se encontraba en las novelas o cuentos: la vida íntima o emocional de los personajes. Un reporte se podía leer igual que una novela; un artículo se podía transformar en cuento fácilmente, o una nota tener una dimensión estética y novelada. Se podía recurrir a cualquier artificio literario. Pero, sobre todo, era un periodismo involucrado, inteligente, emotivo y personal. El nuevo periodismo se convirtió, también, en una actitud, una postura ante la labor del informador.
La crítica, tanto del lado de literatos como de periodistas convencionales, lo ha descalificado en ocasiones debido a que, primero, su nombre resulta demasiado pretencioso y ambiguo. Y, segundo, por ser un concepto demasiado genérico, lo que ha dado lugar a confusiones y excesos.
Frecuentemente, en los años sesenta, cualquiera que tuviera menos de 35 años y una máquina de escribir era considerado un nuevo periodista. Para 1970, ya cualquier variante del tono periodístico tradicional recibía dicho nombre, y, si no era menospreciada o incluso ignorada este tipo de literatura, se cobijaba bajo su epígrafe todas aquellas novelas, artículos, reportajes, biografías, autobiografías, memorias, etcétera, que no se lograban encuadrar en ninguna otra parte.
Y a pesar de que la etiqueta de nuevo periodismo resultó un tanto genérica y ambigua, pues ha sido utilizada para designar a un conjunto muy heterogéneo de obras y autores, éstos presentan, en su mayoría, un denominador común: su más o menos drástica distinción con respecto al periodismo escrito convencional de Estados Unidos hasta los primeros años de la década de los sesenta.
Aunque nadie sabe con precisión su origen, parece ser que se oyó hablar por primera vez de nuevo periodismo en 1965, de boca de Peter Hamill, quien recomendó a Seymur Krim, jefe de redacción de la revista Nugget, escribir un artículo titulado, precisamente, "The new journalism", donde describiera el trabajo de reporteros como James Breslin y Gay Talese, que comenzaban a aplicar en su trabajo nuevos procedimientos, así como a escribir en un estilo periodístico no convencional.
Peter Hamill atribuye el nacimiento del nuevo periodismo a Norman Mailer, hasta entonces escritor de novelas y ensayos, que con su reportaje sobre Kennedy, “Superman comes to the supermarket”, publicado en la revista Esquire en 1960, abriera nuevos caminos para el periodismo. Pero, por otra parte, James E. Murphy, Tom Wolfe y Richard A. Kallan señalan como iniciadora de la nueva tendencia la obra de Gay Talese titulada Joe Louis: The king as a middleage man, publicada en 1962.
A su vez, Joe David Bellamy prefiere marcar el inicio en el año 1963, con Tom Wolfe y su reportaje titulado extravagantemente "There goes (varoom! Varoom!) that kandy-kolored (thphhhhh!) tangerine-flake stream-line baby (rahghh!) around the bend (brummmmmmmmmm…)", posteriormente publicado como libro con el título simplificado de The kandy-kolored tangerine flake streamline baby. Y, finalmente, John Hellman y Terris Morris apuntan que fue en 1965, con Truman Capote y Tom Wolfe.
Lo cierto es que los nuevos periodistas comenzaban a distinguirse, además de por sus innovaciones estilísticas, por concordar con una serie de actitudes profesionales y prácticas periodísticas. Se caracterizaban no sólo por desarrollar un nuevo estilo, como Tom Wolfe, o por llegar al periodismo con un sentido de urgencia acerca de su importancia como escritores de otros géneros u otros campos de interés, como Norman Mailer y Capote; sino que había también un grupo de jóvenes, no escritores profesionales, que se sentían atraídos por el periodismo como un medio de articular su experiencia y dar voz a aquellos que compartían su visión del mundo y su estilo de vida, y que creían en un periodismo mucho más imaginativo y pertinente del que podemos hallar en la mayoría de los periódicos.
En todos los casos, los requisitos más importantes para llegar al nuevo periodismo era la apertura creativa, que sumada a las cualidades de honestidad, visión y estilo, tenía que ver más que nada con un fuerte compromiso con la comunicación eficaz de la información y con conceptos éticos acerca de la realidad social que se vivía.
Michael L. Johnson sostiene que los nuevos periodistas eran aquellos autores que planteaban la necesidad de una nueva forma técnica para la información y para quienes una nueva conciencia de los hechos de la realidad humana no es sólo la razón para el nuevo periodismo sino un producto de él.
Existen, pues, dos grandes criterios para la clasificación de los nuevos periodistas: el que se refiere a las características del material que el escritor maneja, y el de la actitud e intenciones que el periodista adopta a la hora de enfrentarse y asimilar dicho material.
Así, los nuevos periodistas son aquéllos que crean un tipo de literatura, un arte periodístico que tiene significación inmediata, al mismo tiempo que posee significación histórica; los new muckrakers, que escriben animados por un claro propósito moral, y están renovando y puliendo un nuevo instrumento periodístico para emprender enseguida una nueva tarea. Y los que están transformando el periodismo en un arte creativo, personal, basado en una exposición bien investigada y objetiva.
Asimismo, su trabajo está basado en la idea de que el nuevo periodismo debe realzar la verdad profunda de lo narrado. No es ficción. Los personajes, hechos, paisajes, etcétera, son reales. Y el hecho, la injusticia que se denuncia, el personaje, no pueden ser en ningún momento eclipsados por el estilo del autor. Aunque una transmisión meramente objetiva de lo hechos sería tan imposible como falsa, de modo que en el nuevo periodismo el yo se convierte en la única forma de garantizar la honestidad de la obra.
Más allá de algunos criterios, clasificaciones y premisas, lo cierto es que es difícil enunciar una sola definición, un concepto único, referente a la nueva corriente periodística. Existen numerosos términos periodísticos que pueden ser confundidos con éste: periodismo de denuncia, nueva no-ficción, periodismo personal, periodismo civil, periodismo existencial, periodismo inspirado, nuevo periodismo involucrado, periodismo literario, art journalism, essay-fiction, factual fiction, journalit (de la mezcla de journalism y literature), parajournalism, y un largo etcétera.
Aunque cabe apuntar que, si bien estos términos no son sinónimo de nuevo periodismo, generalmente sí tienen que ver con alguna de sus manifestaciones y, en todo caso, pueden ser considerados como características de la corriente.
Para algunos, el nuevo periodismo supone simplemente una forma de escribir literatura ajena a los condicionamientos de la ficción o la no-ficción, o las etiquetas de periodismo o novela. Otros consideran válido el término para todas las innovaciones que se dieron en este ámbito en los años sesenta. Sin embargo, quizá la definición más clara y acertada sea la que ofrece Michael L. Johnson, y que refuerza la idea de que es necesario tomar en cuenta dos criterios clave e inseparables: la estética y la ética. El nuevo periodismo, dice, es "una forma de arte literaria y personal con el poder de percibir, analizar y comunicar el significado del proceso cultural en un nuevo modo no oficial y de contracorriente que pudiera reeducar un público hipnotizado por los lemas retóricos del periodismo convencional".
En otras palabras, la nueva tendencia no sólo se define por la novedosa utilización por parte de algunos periodistas de unos recursos técnicos tradicionalmente asimilados a la novela, gracias a la cual se le confiere al periodismo una categoría artística y una fuerza narrativa hasta entonces desconocida, sino que además pretende revitalizar el periodismo de denuncia, constituyendo un medio comprometido con las causas sociales y crítico con las deficiencias del sistema y de los medios de comunicación, y que lleva a cabo una labor de concientización y educación de un público considerado no como receptor pasivo, sino como lector inteligente.
En los años en que comenzaron a circular, los trabajos novoperiodísticos causaron una verdadera conmoción porque su escritura tenía poco o nada que ver con las pautas de composición y estilo propias del periodismo convencional, caracterizado por el uso de procedimientos diseñados institucionalmente para satisfacer las pretensiones de objetividad en las que se apoyaba —y todavía se apoya hoy— el discurso periodístico hegemónico.
Pero además, los nuevos periodistas, a través de la función que desempeñaban, se convertirían en personajes clave dentro de los procesos sociales y políticos. Como dijera Naomi Feigelson: "Los representantes del nuevo periodismo se ven a sí mismos como reeducadores de la juventud estadunidense y como unificadores y solidificadores del movimiento revolucionario. En definitiva, la nueva tendencia no se limita a informar, sino que está haciendo una revolución".
Ambas innovaciones intrínsecas al nuevo periodismo, por un lado como nueva tendencia en el estilo y las formas y, por otro, como nueva toma de postura en la labor informativa, hacen de este modelo el ejemplo más representativo y más acertado de interacción entre literatura y periodismo que ha registrado la historia de las letras contemporáneas, así como un conjunto de fórmulas inteligentes, creativas y en muchos casos comprometidas que, aunque matizado y ceñido a cierto tipo de publicaciones y contextos, ha trascendido hasta la actualidad. Incluso es posible que el nuevo periodismo sea una alternativa a la tendencia uniformadora del periodismo de hoy.
Es cierto que, en sus inicios, el nuevo periodismo pecó de optimismo. Las expectativas eran muy grandes, se esperaba que esta fórmula sustituyera al periodismo convencional. Sin embargo, en el futuro, que es hoy el presente, el nuevo periodismo se iría cooptando y difuminando como tal, a pesar de que ha prevalecido exitosamente como una opción estilística por la que aún optan algunos medios y periodistas.
Durante los años ochenta y noventa, una vez acabados sus mejores días, el nuevo periodismo ha pervivido con dignidad. Muchos de los periodistas que formaron parte de la corriente, como Wolfe, Thompson o Didion, han continuado la tradición en sus trabajos recientes. En su relevo ha aparecido una nueva generación de periodistas influidos en menor o mayor medida por aquellos, a la que Norman Sims ha denominado literary journalist; no piensan necesariamente en sí mismos como nuevos periodistas, pero han encontrado en la inmersión, la voz, la exactitud y el simbolismo las señas de identidad de su trabajo.
Aunque ha desaparecido el contexto histórico del nuevo periodismo, tanto los veteranos, como los más noveles periodistas-escritores han seguido cultivando los ingredientes clásicos de la tendencia. Aun en nuestro contexto, las novelas de Tom Wolfe, por ejemplo La hoguera de las vanidades, que fue publicada por entregas en Rolling Stone, han suscitado una fuerte polémica en torno a los nexos y límites entre el periodismo y la literatura, al ser calificadas de “periodismo disfrazado de novela”. Al parecer este tipo de novelas ha sobrevivido tercamente gracias a su intrínseca capacidad de regeneración y adaptación.
Si bien fuera de Estados unidos la constante interrelación entre periodismo y literatura no ha generado durante las últimas décadas ningún fenómeno de magnitud y cohesión comparables al nuevo periodismo, sí han surgido algunas tendencias relevantes e innovadoras que también se podrían considerar novoperiodísticas.
En conjunto, estas tendencias integran un panorama bastante heterogéneo. En Estados Unidos, los periodistas literarios actuales escriben obras que presentan rasgos novoperiodísticos y que editan como libros; incluso, en las mismas publicaciones que los nuevos periodistas: Esquire, The New Yorker, The Village Voice, entre otros.
En Europa, el nuevo periodismo ha llegado a los lectores antes que nada en forma de libro, soporte idóneo, por razones de espacio, legibilidad y mercado editorial, para la publicación del tipo de obras que los escritores-periodistas suelen cultivar. Así han visto luz los trabajos más importantes de este tipo, como los reportajes poéticos del recientemente fallecido Ryszard Kapuscinski (El emperador, El sha, La guerra del futbol, Imperio, Ébano); el periodismo indeseable de Günter Wallraff, quien solía disfrazarse de personajes marginales para vivir experiencias que luego denunciaba en novelas documentales, la más célebre, Cabeza de turco; La romanzo-verité, de Oriana Fallaci, excelente cultivadora de la entrevista literaria y reportera comprometida (Entrevista con la historia, Un hombre).
Precisamente, Kapucinski manifestaba que, como corresponsal de una agencia de noticias del Tercer Mundo, llegó a la convicción de que no le bastaba el periodismo para reflejar la realidad, por lo que se avocó a la escritura de sus experiencias en libros.
En el mundo hispano, durante el último tercio del siglo XX, han surgido algunos autores y publicaciones que han aportado importantes innovaciones al periodismo, como los españoles Antonio Muñoz Molina, Juan Goytisolo, Arturo Pérez Reverte, Rosa Montero, Juan José Millás, Manuel Vázquez Montalbán, Manuel Rivas, por nombrar unos cuantos. En Latinoamérica, están los ejemplos de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Jorge Luis Borges, Alfredo Bryce Echenique, Carlos Fuentes, Fernando Benítez. Si bien los escritores hispanoamericanos contemporáneos se han vuelto menos preocupados con las demandas de verdad del periodismo, y más interesados en el creciente poder e influencia de los mass media electrónicos —los cuales parecen amenazar la relevancia de la literatura y el periodismo escrito—, desde el boom novelístico de los sesenta han tendido a inscribir al periodismo dentro de sus trabajos como metáfora ética y como medio de desarrollar una “ética de escritura”.
Asimismo, en España diferentes publicaciones, influidas por las estadunidenses The New Yorker, Ramparts, Esquire o Rolling Stone, han desarrollado formas acarterizadas por la incorporación de géneros, recursos y actitudes inscritos en la composición del nuevo periodismo. Del mismo modo, y aunque en menor grado, el nuevo periodismo se ha proyectado en diarios de referencia como El País, incluidos sus suplementos de cultura y sociedad como los dominicales o de verano. También ha llegado a los lectores en forma de libro. Y otros esfuerzos, como el de la Fundación Nuevo Periodismo, de García Márquez, han tratado de esforzarse por impulsar un periodismo de calidad.
En México, pese algunos esfuerzos individuales, no existe un medio que conciba, de manera global y determinante, su labor dentro de los preceptos de independencia, calidad y crítica propios del nuevo periodismo.
Los contados periodistas que llegan a apostar por una forma propositiva y creativa de hacer periodismo se encuentran dispersos, y muchas veces son aislados y marginados del ámbito periodístico, víctimas de la férrea —y absurda— competencia no sólo entre las publicaciones, sino entre los propios colegas, así como de la falta de apertura de los dueños de la comunicación. En nuestro país, los periodistas suelen carecer de iniciativa (y cuando la tienen generalmente son domesticados o expulsados de la empresa) y de visión.
Claramente en México, el nuevo periodismo quizá ha tardado en manifestarse y no cuenta con demostraciones numerosas. Pero los autores saben que propuestas como ésta integran una nueva y prometedora posibilidad que se les ofrece, y la acogida de los lectores ha sido generosa. Por ello no es arriesgado pronosticar que en el futuro nos encontraremos con muchas más obras en esta línea, lo que permitirá desarrollar sus posibilidades y conocer todo lo que puede dar de sí esta forma de colaboración entre la literatura y el periodismo.
Ante todo, el nuevo periodismo ha dejado un sello de creatividad en el periodismo, y no dejará de dar ejemplo de que una prensa amena, profunda, comprometida, crítica e independiente ha sido posible. El nuevo periodismo es posible por que ya fue posible.
Tom Wolfe escribía en 1973 las siguientes palabras: "La posición del nuevo periodismo no está asegurada por ningún concepto. En algunos terrenos, el desprecio que inspira carece de límites… Si no hay suerte, el nuevo género jamás será santificado, jamás será exaltado, jamás tendrá una teología… Pero el nuevo periodismo no deberá ser ignorado en un sentido artístico".
A fin de cuentas, ¿por qué habría que ignorarlo hoy?
Las manifestaciones del nuevo periodismo mantienen su vigencia más allá del momento y el lugar de su irrupción, como una oportunidad abierta a quienes deseen hacer uso de su potencial. Si bien la corriente está integrada por propuestas que son viejas al retomar las fuentes prístinas de la tradición periodística (pues no hay originalidad posible sin retorno a los orígenes), son siempre novedosas porque plantean un desafío al anquilosado discurso periodístico hegemónico. Es una provechosa fórmula basada no sólo en la recuperación de las formas literarias sino en los principios del buen periodismo de siempre, multidisciplinario, comprometido y justo, de la que sólo se obtienen ventajas. Por más que algunos lectores queden desconcertados y, más que nadie, aquéllos que pretenden atrapar las infinitas posibilidades y combinaciones para clasificarlas y encuadrarlas.
Quizá sea el momento de abrir los oídos hacia aquellas voces que desde hace más de medio siglo han pugnado por un periodismo de calidad, multidisciplinario, independiente y propositivo. Volver al viejo nuevo periodismo es una forma de prestar atención a lo que pedían y aún piden los profesionales de la información que optan por otra vía que no sea el contagio de los vicios del diarismo moderno.